Hoy celebramos a San Marcelino Champagnat, sacerdote de la Sociedad de María, Superior y Fundador de los Hermanitos de María o Hermanos Maristas, apóstol de la juventud y ejemplo de cristianismo práctico, fue un hombre y un santo para su tiempo. Y lo es también para el nuestro.
“Marcelino se tomó muy en serio la Buena Noticia de Jesús. Fue un hombre santo porque vivía el acontecer de cada día de una manera excepcional y hacía las cosas ordinarias con extraordinario amor” ―nos dice el Hno. Seán D. Sammon en su obra Un corazón sin fronteras―. Ya que se le había concedido descubrir el gozo que emana del Evangelio y su fuerza transformadora, quería igualmente compartir con los demás, sobre todo los jóvenes, todo lo que él había visto y oído.
El mundo al que vino en 1789 estaba comenzando a estremecerse con movimientos de cambio. Y el mundo que dejaba cincuenta y un años más tarde había conocido la guerra y la paz, la prosperidad y la penuria, la muerte de una Iglesia y el nacimiento de otra. Hombre fiel al espíritu de su época, Marcelino llevaba dentro de sí la grandeza y las limitaciones de la gente de su generación. El sufrimiento templó su espíritu, las contrariedades le fortalecieron; supo caminar con decisión y la gracia de Dios lo ayudó a seguir la llamada contra viento y marea.
Él amaba a sus hermanos y deseaba que ellos hicieran lo mismo entre sí. A lo largo de su vida se le oyó decir repetidamente: “Para educar a los niños, hay que amarlos, y amarlos a todos por igual”. Para él la virtud de la caridad habría de ser no sólo el fundamento de la comunidad sino también un carácter distintivo de evangelización y educación al estilo marista. El mismo camino que había recorrido María con Jesús tenía que ser el de todos aquellos que iban tras el ideal que había cautivado el corazón de nuestro cura rural y sus primeros hermanos.
«El ejercicio de la presencia de Dios, les decía, es el alma de la oración, de la meditación y de todas las virtudes. Que la humildad y la sencillez sean la característica que los distinga de otros. Manténganse en un espíritu recio de pobreza y desprendimiento. Que una tierna y filial devoción a nuestra buena Madre los anime en todo tiempo y lugar. Sean fieles a su vocación, ámenla y perseveren en ella con entereza».
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